© Emilio Sánchez Martín
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a Emilio Sánchez,
conspicuo fotógrafo y leal amigo
Cuando uno se acerca por primera vez a Emilio, se encuentra con el
castellano austero, de aparente semblante seco y distante que con el trato
diario y en las distancias cortas se transforma en un comprometido y leal
amigo, tremendamente generoso, honesto y dotado con ciertas dosis de un humor
socarrón.
A Emilio, le tocó vivir la gris
posguerra española en las frías tierras castellanas de Salamanca. Eran los años
de aquella España uniformada. Uniformes con los que militares, taxistas,
escolares, serenos, doncellas, toreros, doctores, barrenderos, porteros…….. marchábamos
marciales al toque de trompeta y catecismo que imponía la férrea disciplina
nacionalcatólica, y que había arrasado como una ciclogénesis explosiva (como
dicen ahora los modernos) el aire fresco y rejuvenecedor que había traído la
República por estas tierras.
La institución libre de la enseñanza
y sus misiones pedagógicas que acercó la cultura a los pueblos, abasteciéndolos
de bibliotecas y música, transportando el arte dramático en carromatos, había
cedido su sitio a los sables y las sotanas, los solideos y las estrellas. A la
hora de la instrucción escolar, en las desnudas aulas, el todopoderoso se hacía
escoltar por dos ladrones que nunca se arrepintieron de sus pecados.
A finales de los años cincuenta y
primeros de los sesenta, el afán controlador del régimen impuso la
obligatoriedad de formalizar un nuevo documento que se llamó “DNI” mediante el
cual todo ciudadano debía quedar registrado. En las grandes ciudades surgieron
los míticos fotomatones, estrechos habitáculos automatizados, con los que
obtener las fotografías de carné de forma instantánea. Instalados, entre otros
lugares, en los mercados, bocas de metro y puertas de los cines, abastecieron a
la población de un retrato de aproximadamente nueve centímetros cuadrados con el que poder llevar a cabo la obligatoria
expedición del citado trámite.
La tarea se hizo más compleja en el
ámbito rural, donde la precariedad y el subdesarrollo hicieron necesaria la
contratación por parte de las autoridades locales, de los escasos fotógrafos comarcales,
que previa publicitación por parte del pregonero de su presencia, se encargaron
de la tarea de registrar fotográficamente a la población, con la finalidad de
cumplimentar el trámite burocrático de la expedición del DNI. Y es en este
menester cuando un joven Emilio acompañando a su padre en una motocicleta,
cargados con una sábana blanca y una Rolleiflex, haciendo las labores de asistente,
en el terreno y en el laboratorio, entró en contacto con el mundo de la
fotografía.
Su padre, fue el Melquiades que le
proporcionó los instrumentos y la sabiduría con los que Emilio, pasados los
años, al igual que hiciera José Arcadio Buendía, se construyó un cuartito al
fondo de su casa, donde pasaría largos tiempos para que nadie perturbara sus
experimentos. Gran defensor de
la cultura del esfuerzo, fue adquiriendo con los años un total dominio de la
fotografía fotoquímica hasta conseguir unos resultados rotundos que hacen que
sus copias en papel baritado sean perfectas. Dotadas de unos negros intensos y
profundos, de un blanco puro y una amplia gama de grises sus trabajos no dejan
indiferentes a quien los observa.
Alejado
de las postales deslumbrantes propias de los “aprietabotones” persevera en el trabajo de series fotográficas que
dan sentido y coherencia a sus fotografías. Por eso le encontraremos durante
largas jornadas persiguiendo a fantasmagóricas figuras humanas que vagan por el
Caixaforum, fantaseando y coqueteando con esbeltos y desnudos maniquíes
femeninos, merodeando por la autogestionada tabacalera o perdido por la frondosa
selva del Orinoco en busca del ilustre Alejo Carpentier.
Cruzado
el ecuador, ante la adversidad de la salud, Emilio lejos de intimidarse, como
ya hiciera en tiempos pretéritos durante la dictadura, presenta batalla y con
renovada ilusión se abraza a la juventud del 15-M con la máxima de que un mundo
mejor es posible.
Con las primeras y tenues luces del día, me pierdo por el
cerro Almodóvar, esa pequeña y austera colina que se vislumbra a la entrada de
Madrid y que le recuerda a la ciudad su definitivo carácter manchego. Me cruzo
con el escultor Alberto Sánchez y el pintor Benjamín Palencia que afanosos buscan
materiales terrenales que den sentido a sus creaciones artísticas. Un ligero
viento del pueblo me musita al oído y la sombra de un inmortal Miguel Hernández
me recuerda que “la vida de los hombres suele ser retorcida como las raíces de
los tomillos, pero hay muy pocos que al final de esa lucha huelan tan profunda
y limpiamente como éste ........
Miguel Ángel
Sintes Puertas
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