miércoles, 18 de mayo de 2011

Km 0. Galería Photo Espacio

Tengo cinco años. La Alcarria abriga mis desasosiegos iniciales.


Intento empinar mi escaso metro a través de la ventana intrigado por los murmullos que se alistan desde el exterior. Mientras tanto, clamores y vítores se entremezclan con raídos hatillos, luces de gloria con someros bocadillos y lujosos ternos con remendados pantalones.

Desde la ventana adivino astas, rehiletes, castoreños, areneros, alguacilillos y longevos aficionados de inhiestos cabellos canos absortos con emotivas faenas.

Una vez más el camión de las mudanzas Cuallado emprende de nuevo el rumbo hacia la Nacional II, una ruta que ha ido dejando atrás mi añorado Mediterráneo, pilaricas, cachirulos, azucarados ladrillos y la rica miel.

La llegada a Madrid en una primaveral tarde de marzo de 1966 la recuerdo con cierta ternura y nostalgia. Los niños solazan en una angosta calle de parda arena del obrero Cuatro Caminos en la que mieleros, tapiceros, gitanos de áureas trompetas y escuálidas cabras amenizan las aburridas tardes del lánguido y largo fenecer del caudillo.

Un cristo sujeto a una puerta blanca bendice nuestra llegada y una metálica placa en la que reza el nombre de mi padre nos sitúa en nuestra nueva residencia. La casa, luminosa, con estancias muy espaciosas tiene un pasillo muy largo donde se encuentra un soleado cuarto de baño con una serpenteante tubería de plomo que se encamina al encuentro de una blanca cisterna de loza. Una rala cortinilla de alegres flores azules oculta un granuloso cristal con el que proteger la intimidad familiar.

Y así, citando a derechazos y por naturales con el rojo percal a vecinos y amigos, destrozando gorilas con la pelota, memorizando reyes godos y canturreando tablas de multiplicar en el Colegio Cervantes fui consumiendo la infancia.

Los escondites, las chapas, las canicas y los cromos fueron reemplazados por entretenimientos más pícaros propios de la adolescencia. Estacas peninsulares fumadas en los últimos descampados libres de la especulación, cortitos de cerveza con gaseosa en el Juanito, ministeriales besos furtivos, sesiones dobles interminables, y los primeros durillos obtenidos de la ilícita reventa de Fuencarral me empujaron hacia la mayoría de edad.

El exilio vallecano con sus chabolas frente al Instituto Tirso de Molina y las penurias de muchos compañeros me acercaron a Lenin a Mao y a Stalin y me situaron el corazón a la izquierda, que es donde debiera residir habitualmente desde que uno nace. Relaciones epistolares con finas y delgadas gabachas me hacen fantasear con la libertad más allá de los Pirineos.

Y así, entre esporádicas docencias a torpes y disipados estudiantes de EGB y el esforzado reparto matinal a lomos de mi vieja vespa fui deambulando por la ciudad de Madrid.

Paseo entre atormentadas estatuas temerosas del conquistador, asustadizos mininos, acaudalados chuchos y raudos viajeros que se dirigen con sus maletas hacia la estación de Atocha. En el recorrido me cruzo con desafiantes punkys, orgullosas chulapas, absortas góticas, embelesados tatuados, inmóviles “charlots” y niños que dejan pasar la tarde rodeados de sus esculturales “barbis”. Pepa de la manita, al abrigo de unos negros paraguas me descubre El Retiro, donde huidizas palomas se cruzan con Ulises que deambula pensativo entre inquietantes y desnudos árboles otoñales. Me transporto en el metro a La Latina para frecuentar las bulliciosas y aglomeradas mañanas del Rastro y compartir con buenos amigos el distendido “vermú” de los domingos.

Km 0 no es un punto de partida, no es el origen de ninguna carretera ni de ninguna ruta. Es el final de una larga travesía.

A Pepa que sin su infatigable ayuda estas fotos no hubieran sido posibles
Miguel Ángel Sintes Puertas
















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